PRÓLOGO
Estaba sentada en la
repisa de la ventana. Miraba a través de ella las muchas casas y mansiones que
había en aquella región de la ciudad. Odiaba vivir en Inglaterra, y más
todavía, en aquella casa.
Me habían adoptado
cuando tenía un año y al parecer lo habían hecho para tener una criada. Yo
lavaba la ropa, hacía la comida la mayoría de las veces y fregaba la loza,
mientras que su hijo no hacía nada, y ellos no me daban ni una pizca de cariño,
al contrario, me trataban como si fuera un trapo viejo. Casi siempre me dejaban
encerrada en el desván.
Lo único que me quedaba
de mi familia era mi nombre y apellido, y una cadenita colgada al cuello que
nunca me quitaba, de ella colgaba un pequeño corazón. Era muy importante para
mí, alguien me la tenía que haber dado. ¿Mi padre, mi madre, los dos?
Desde hacía unos dos
meses, venía de vez en cuando una gata negra que parecía tener muchos años y yo
le daba de comer. No le puse nombre.
La casa estaba en la
calle Raven.
Tenía un amplio jardín,
con vallas blancas que lo rodeaban y un caminito que iba desde la puerta de la
valla hasta la puerta de la casa. Había setos desperdigados por todo el jardín,
y algunas flores cultivadas por mi tutora. Hasta las flores recibían mejores
cuidados que yo.
Las paredes de la casa
estaban pintadas de un rosa pastel, al menos por fuera.
En el primer piso había
un largo pasillo, y en las paredes, tres puertas a parte de unas escaleras que
iban hacia el piso de arriba. La primera puerta, a la izquierda de las
escaleras, se dirigía al salón. La segunda, frente a la puerta de la entrada,
iba a la cocina. Y la tercera, en la pared que hacía esquina con la de la
puerta de la cocina, debajo de las escaleras, llevaba al comedor.
Las paredes tenían
tapices de flores.
―Oye tú, niña, ve a
comprar. ―me ordenó Clarence, mi tutora legal. Una mujer cuarentona, de pelo
negro azabache, piel blanca y ojos pardos, muy flacucha. Daba asco.
―Toma el dinero, y no
te lo gastes en tus cosas. ―dijo el gordo que tenía por esposo, que estaba
sentado en un sillón del salón. Tenía la piel algo colorada y cuando se
enfadaba se ponía rojo, tenía los ojos marrones y el pelo castaño claro, casi
rubio, haciendo juego con su bigote, y aparentaba un poco más de la edad que su
mujer; Él también daba asco, hacían buena pareja.
―Yo nunca he hecho eso.
―dije ceñuda y le quité de mala forma el dinero de la mano. Caminé por el
pasillo hacia la puerta.
―¡Y no tardes! ―más
valía que no contara con ello. Decidí llevarme mi cuaderno de dibujos. Yo no
era mala pero a veces me gustaba incordiar a mis tutores por lo mal que me lo
hacían pasar, y no temía las consecuencias ya que sus castigos eran algo normal
en mi vida.
En la salida me
encontré con la gata. Era una gata negra y bastante peluda, ella era mi única
amiga. Sus ojos parecían albergar años de sabiduría y de haber visto muchas,
muchas cosas.
―¿Vienes conmigo? ―le
pregunté. La gata maulló y caminó a mi lado. Hacía algo de frío en la calle, lo
que anunciaba que se acercaba el otoño.
Leí los letreros de las
calles según íbamos pasándolas.
―Calle Burlington,
calle Demisong, calle Brooklin... Vaya, qué calle más pequeña,
¿No? ―comenté.
Era una calle bastante
extraña. En realidad era igual que las demás; con sus enormes casas de aspecto
ancestral. Estaban apiladas, como si pertenecieran a un mismo grupo de
personas.
Las casas, de un color
diferente cada una, recorrían la enorme calle y se perdían de la vista.
Aunque fuera algo
tétrica, me parecía digna de dibujar. Me senté en el suelo con las piernas
cruzadas y comencé a trazar las casas.
―¿Tú también quieres
salir en mi dibujo? ―le pregunté con una sonrisa a la gata, que se había puesto
delante de mí. Ella maulló. ―Pero si ya te he hecho uno, mira. ―cogí uno de mis
dibujos y se lo enseñé. Ella salía en él, era un dibujo sólo para ella que
había hecho la tarde anterior en mi cuarto-desván. El animal maulló como si
estuviera contenta y me acarició la pierna con la cabeza. Le acaricié el pelaje
con una sonrisa y seguí dibujando.
Algo hizo que apartara
mi atención de mi cuaderno. Miré al cielo, de donde procedía un estruendoso
ruido. Asustada, me levanté y dejé mi libreta sin darme cuenta.
―¡Corre! ―le grité a la
gata. Corrí huyendo del rayo que se dirigía hacia mí. Aquella extraña cosa me
pergiguió por las calles, pero al llegar a mi casa, justo antes de entrar, me
alcanzó. El ambiente olía a chamuscado. Mi ''familia'' salió al jardín.
―¡¿Qué te ha pasado?! ―exclamó
Clarence.
―Yo... Me perseguía...
―me callé. Si les decía que un rayo me había perseguido no me iban a creer. ―No
me ha pasado nada... Sólo me he caído...
― ¡Pero si tienes la
ropa quemada! ¡¿Y dónde está la compra?! ―gritó Arnold poniéndose rojo, síntoma
de que se estaba encolerizando. ―¡Sube arriba, estás castigada!
―Menuda novedad. ―murmuré.
Cuando fui a entrar vi algo que me enfureció.
―¡Fuera, animal! ―gritó
Arnold intentando patear a la gata.
―¡Déjala en paz! ―chillé.
A aquella gata no la iba a tocar, era mi mejor amiga y no permitiría que nadie
le hiciera daño.
―¡Sube a tu cuarto! ―lo
agarré por un brazo cuando intentó volver a patear a la gata.
¡Estúpida
mocosa! ―oí en mi mente. Pero aquello no lo
había pensado yo. Parecía la voz de Arnold. La gata salió corriendo. Entonces
mi tutor se separó de mí y me miró con miedo.
―¡¿Pero qué...?! ¡Ahora
verás! ―gritó y tiró de mi oreja.
―¡Ay, suéltame,
suéltame! ―grité. Me llevó al desván y me dejó encerrada allí. Corrí hacia la
puerta y la aporreé. Pero como volvía a estar encerrada, me dejé caer en un
rincón.
Comencé a llorar,
confusa, hasta que me quedé dormida.
Pasaron dos días y no
me habían dejado salir de allí. Tampoco nadie había entrado, salvo William, que
había ido contra su voluntad a darme de comer.
No paraba de llover,
había una tormenta horrible, y el sol no salía por ningún lado ni un sólo
momento a pesar de que estábamos en verano, al igual que me pasaba a mí.
Al cuarto día comencé a
oír voces en mi cabeza. Pero eran voces que apenas entendía.
Mocosa
insolente, menuda rara fuimos a adoptar, ¿Cómo pudo darme aquel calambre?
―parecía la voz de Arnold. Pero no la oía con los oídos sino con la mente.
Mmm... Qué rico
está este pastel. ―no hacía falta reconocer la voz
para saber quién estaba... ¿Pensando aquello? Aquel era William. Era igual que
su padre; Gordo, de pelo castaño tirando a rubio, pero los ojos eran pardos
como los del palillo que tenía por madre. Era incluso más delgada que yo, que
ya era difícil.
Oía voces... ¿Pero es
que me estaba volviendo loca?
Al quinto día, subió
William otra vez.
―¿Qué? ¿Te gusta vivir
aquí? ―se burló. ―La verdad es que te pega.
―Déjame, ¿Quieres? ―dije
desde mi rincón sin mirarlo.
―Mírate, estás como una
cabra. Seguro que tus padres estaban tan chiflados como tú y prendieron fuego a
tu casa.
―Tú no sabes nada de
mis padres.
―Y tú tampoco. ―las
lágrimas volvieron a correr por mis mejillas y apreté los puños de rabia. ―Eres
una rata. Seguro que ni tus padres te querían. Seguro que huyeron para no tener
que aguantarte. ―me levanté del suelo y lo señalé con un dedo.
―¡¿Cómo te atreves a
decirme eso?!
―Seguro que ellos no
aguantaban lo chiflada que estás.
―¡Ni siquiera tenía
conocimiento entonces!-mi mano brilló, mientras los rayos de la tormenta
tronaban con furia en el cielo. Entonces, de mi mano salió un resplandor
amarillo que voló hasta William y lo golpeó, haciéndole caer al suelo.
Me miré las manos,
asustada. Brillaban, ambas lo hacían.
―¡¿Pero qué...?! ¡Eres
un monstruo! ―chilló William con voz de pito y se fue corriendo. Me habría
reído de él si no hubiera estado asustada.
―Yo... ¿Qué me está
pasando...? ―murmuré atemorizada. ¿En qué me estaba convirtiendo?
Lloré de nuevo mientras
comenzaba a llover otra vez. Me quedé dormida y no desperté hasta la mañana
siguiente, que amaneció soleada.
No me moví de mi
rincón, pero entonces oí unos ruidos que provenían de la ventana y me asusté.
Me acerqué con cautela
para encontrarme con una hermosa paloma blanca que llevaba una carta anudada a
una pata.
―¿Una paloma mensajera?
―murmuré. Cogí la carta y le sonreí al animal. ―Muchas gracias.
Me senté en la cama,
abrí el sobre y lo leí:
Estimada señorita N. L. Hernández Jones Newton,
la esperamos en el colegio Neitrix este nuevo curso para aprender todo lo necesario
en lo que a magia se refiere. Espero que pase un curso agradable, con mis
mejores saludos:
Edward
Castelotte
―¿Pero qué...? ¿Cómo
que magia? ―me estaba mosqueando aquello. ―Pero esta carta... es para mí.
Incluso trae la gran cantidad de apellidos que tengo. ―pensé en voz alta.
Entonces oí un ruido proveniente de la chimenea. Miré hacia allí y pegué un
grito al ver a un hombre. Medía casi dos metros, tenía una barba enmarañada de
color negro y el pelo más largo que yo, y sus ojos eran marrones, igual
que los míos. ―¿Quién es us-usted?
―Benjamin Johnson, guardabosques
y conserje de Neitrix. He venido a buscarte ya que tendrías problemas para
venir tú sola. ―su voz era ruda pero tenía un tono infantil que se me antojaba
agradable. ―Ah, por cierto, ―sacó algo de su chaqueta. ―creo que esto te
pertenece.
―¡Mi cuaderno de
dibujos! ¡Muchas gracias! ―exclamé tomándolo. ―Pero espere... Magia... ¿Qué me
está pasando? Hace unos días algo...
―Algo te alcanzó,
¿Verdad?, ¿Qué fue?
―Un rayo...
―Oh, entonces... Poderes
hereditarios. Bueno, hereditarios lejanos. ―murmuró.
―¿Qué está diciendo? ―pregunté
de forma algo brusca.
―¿No recuerdas lo que
pasó?
―¿Lo que pasó cuándo?
―Antes de que llegaras
aquí.
―Pues no, claro que no
lo recuerdo. Sólo tenía un año.
―Cierto, cierto.
―Lo único que conservo
de mi familia es esto. ―dije mirando mi colgante en forma de corazón.
―Oh, sí, tu familia.
Una estirpe estupenda. Si te calmas, te contaré lo que sé.
―¿De veras? ¿Y va a
sacarme de aquí?
―Sí, te llevaré al
colegio de magia para que aprendas.
―Todo esto es muy raro.
―murmuré.
―Lo sé. ―hizo una pausa
y luego siguió hablando. ―Verás, tu padre no era mago, pero tu madre sí era una
bruja. Se llamaban Diana Newton y Robert Jones. Lo que ocurrió en tu casa fue
que tu padre creó un incendio por accidente mientras tu madre no estaba.
Entonces llegó ella, te
sacó de allí y luego entró a salvar a tu padre pero la casa explotó... con
ellos dentro...
―¿Y usted cómo sabe
todo eso?
―Investigaciones.
―¿Por qué no me
llevaron con ustedes, los magos?
―Porque no estabas. En
realidad, pensábamos que estabas muerta igual que tus padres, hasta hace unos
días. Detectamos cuando te cayó el rayo.
―¿Sí?
―Bueno, en realidad ese
rayo no fue el que te dio los poderes, es como una manifestación psicológica.
―¿Cómo va a sacarme de
aquí?
―Por favor tutéame,
llámame Ben.
―Vale Ben. ―sonreí.
Entonces se oyó cómo
alguien intentaba abrir la puerta.
―¡Escóndete! ―exclamé.
Ben desapareció.
―¿Ya estabas hablando
sola otra vez? ―no le contesté. ―Anda, baja niña, que hay que preparar el
almuerzo. ¡Ya! ―Clarence se fue dejando la puerta abierta. Niña, siempre me
decían ''niña'', o ''criaja'', o ''muchacha'' si estaban de buenas. Pero nunca
me llamaban por mi nombre. Era extraño que no se me olvidara cómo me llamaba ya
que no recordaba haber oído pronunciar mi nombre a nadie de mi ''familia''.
Sólo cuando era pequeña, así supe cómo me llamaba.
Miré a todos lados,
confusa por la desaparición de Ben, y me levanté de la cama dando trompicones.
Suerte que había
descubierto todos mis poderes y los podía usar para ayudarme un poco en las
labores de la casa. Bueno, algunos me servían, pero otros... : telequinesis,
lanzar bolas de fuego-había quemado una cortina de mi cuarto sin querer-,
poseía telepatía y rayos X, y podía controlar el tiempo meteorológico; Por eso
se había desatado aquella tormenta durante mis últimos días encerrada,
reflejaba mi estado de ánimo. Pero ahora ya los controlaba mejor y a pesar de
que estaba triste, hacía sol.
―Niña, ven aquí. ―me
ordenó Clarence.
Con un suspiro bajé del
desván.
―¿Qué?
―Lleva esto al comedor.
―cogí los platos y fui hasta el comedor, pero me tropecé con la alfombra y me
caí al suelo, tirándolo todo.
―¡Pero serás torpe! ―gritó
Arnold agarrándome por el cuello de la camiseta y levantándome del suelo.
―¡Ay, suéltame, si
quieres te la puedes preparar tú, porque yo no soy tu criada! ―me dio un
bofetón y me llevé la mano al cachete.
Un trueno se oyó. Y
comenzó otra tormenta.
―Oh, por favor, otra
tormenta repentina. ―dijo Clarence viniendo desde la cocina.-
¿Qué ha pasado aquí?
―¡Esta niñata insolente
ha tirado todo al suelo! ―otro de sus apodos: ''Niñata insolente''.
―¡¿Qué?! ―exclamó
Clarence con su tono alarmado de lo más cursi, estilo películas románticas de
los cincuenta.-¡Ahora te vas a ir a la cocina a preparar la cena!-con un
suspiro me dirigí a la cocina. En teoría podía decirse que Clarence me
''quería'' más que Arnold, pero se preocupaba mucho por su hijito William, y lo
trataba como si fuera un bebé: Billy esto; Billy lo otro; Billy, cariño mío...
Esa mujer era más cursi
que las protagonistas de las películas.
Cerré la puerta para
que nadie me viera y comencé a preparar la comida. Corté los ingredientes con
mi telequinesis, y así practicaba.
Luego me quité las
gafas y calenté la comida con mis rayos X. Temía no poder parar los rayos y
quemar la cocina. Pero al cerrar los ojos con fuerza, los rayos pararon.
Llevé la cena al
comedor y los llamé a comer, porque estaban viendo la televisión en el salón.
―¿Pero qué es esta
porquería? ―casi gritó Arnold.
―Es... la cena... ―murmuré
intimidada. William comía como un cerdo.
―Billy, hijo mío, no comas
tan deprisa o enfermarás. ―dijo Clarence. Arnold golpeó la mesa con el puño. ―Arnold,
querido, no hagas eso, por favor.
―¡Esto es una bazofia!
―Pero si es... tu
comida favorita...
―¡Eres una pésima
cocinera!
―Pues entonces debería
hacer la cena ella, ―miré a Clarence.― o Billy. ―se levantó de la mesa dando
otro puñetazo.
―¡Ay, ay! ―chillé
cuando me levantó de la silla por una oreja. ―¡Suéltame!
―Querido, ya basta,
hará la cena de nuevo.
―¡De eso nada! ―exclamé.
De repente, mis rayos X salieron de mis ojos, desintegrando mis gafas y
quemando una silla. Arnold me soltó, perplejo. Y Clarence chilló y se abrazó a
su hijo, que seguía comiendo como un poseso. ―¡Lo siento, lo siento, ha sido
sin querer! ―me disculpé quitándome las gafas.
―No me lo puedo
creer... ―dijo Clarence, temblorosa. ―¿Có-cómo has hecho eso?
―El otro día... un
rayo...
―¡Así que eres una
bruja! ―exclamó Clarence.
―¿Eh?
―¡Encontré esto en tu
cuarto!-alzó su mano derecha, en la que llevaba mi carta de Neitrix. ―No vas a
ir a ese colegio de magia.
¿Cómo hablaba con tanta
''calma'' de la magia?
―¿Vosotros sois...?
―No, por suerte no, ―dijo
Arnold conteniendo la ira.-pero conocíamos a tus padres.
―Tu padre era mi
hermano. ―la miré con los ojos desorbitados. ―Pero tuvo que casarse con esa
bruja. ―dijo con desprecio.―Tu padre me hizo prometerle que si les pasaba algo,
yo cuidaría de ti.
―Fuimos a visitarlos
aquel día en que ocurrió el incendio, y cuando llegamos, estabas tú tumbada en
el suelo, inconsciente.
―¡Mira que cargarnos a
la bastarda que tuvo con ese engendro!
―¡Mi madre no era
ningún engendro! ―grité furiosa, casi con lágrimas en los ojos. Unos rayos
rojos salieron de mis ojos y casi le acertaron a mi... ¿Tía?
―¡¿Te has vuelto loca?!
―gritó. Esa vez no me disculpé.
―¡Ha sido culpa tuya,
si no me hubieras provocado!
―¡¿Pero cómo tienes
esos poderes? Jamás vi a Diana haciendo algo semejante! ―gritó Arnold, rojo
como un tomate.
―¡No lo sé! ―chillé.
Arnold me agarró por un brazo y me arrastró por el pasillo, sabía que iba a encerrarme
de nuevo en el desván. ―¡Suéltame! ―pero entonces, la puerta de la entrada se
vino abajo y tras ella vi una figura a la cual le sobresalía la cabeza por
encima de la puerta. ―¡Ben!-exclamé. Aproveché que Arnold se había quedado
asombrado y había bajado la guardia, y corrí hacia el mago. Lo abracé. ―No sabes
cuánto me alegro de verte. ―dije mientras las lágrimas caían por mis mejillas.
Me acarició la espalda.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó
con preocupación.
―Creí que no ibas a
volver. ―sollocé.
―Prometí que te
llevaría al colegio, ¿No?
―¡Eh, oiga, ¿Quién
demonios es usted? ¿Y cómo se atreve a derribar la puerta de mi casa?!
―¿Y qué está diciendo
de llevarse a la chiquilla al colegio? ―intervino Clarence con su tono cursi. ―Ella
ya va a un colegio público.
―Debe ir a Neitrix a
aprender a usar hechizos como meiga que es. ―dijo Ben.
―¡Mire! ―comenzó
Arnold. ―¡No voy a consentir que...!
―¿Que no va a consentir
qué? ¿Todavía se atreve a decir eso después del numerito que le acaba de montar
a la niña? ¿Después de tratarla durante diez años como la han tratado ustedes?
―lo interrumpió Ben con voz calmosa pero intimidante. Arnold no sabía qué
decir, y Clarence menos. Se produjo un silencio incómodo. Tuvo que venir Billy.
―Papá, ¿Por qué no
dejas que se vaya? Así nos libraremos de ella durante todo el curso. ―dijo con
la boca llena de comida. Hice un mohín, asqueada. Aunque su comentario no me
molestó en absoluto, si me libraba yo también de ellos, mejor.
―Bueno, considerando
que puedas aprender a usar tu magia debidamente, ―dijo Arnold intentando parecer
''el padre bueno''. ―creo que Clarence estará de acuerdo conmigo en que debes
ir a esa escuela.
―¿De verdad? ―pregunté.
―Sí. ―dijo ella solamente. Corrí hacia ellos y los
abracé con fuerza. ―¡Gracias, gracias! ―Clarence soltó un alarido de descontento
y Arnold emitió un gruñido. ―Oh. ―me alejé de ellos y abracé de nuevo a Ben,
más feliz que nunca.
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