jueves, 28 de junio de 2012

El Legado Continúa - Uno



CAPÍTULO UNO
LA CALLE GRENHEG
Caminábamos por una calle llamada Grenheg. Habíamos llegado allí por la calle Michael, bueno, por un muro de la calle Michael. Ben se había asegurado de que nadie miraba y abrió un hueco en la pared que daba a la calle Grenheg, y luego lo cerró tras nosotros otra vez.
Era una calle enorme, llena de tiendas y locales.
―¿Y dices que aquí compran los magos todo lo que necesitan? ―le pregunté fascinada con lo que veía en aquella calle.
―No sólo a comprar, también vienen a pasar el rato en las cafeterías, los pubs y otro tipo de locales de ocio. Mira, ¿Ves ese de ahí? ―me señaló un local que parecía abandonado. Tenía un cartel que decía ''La Oreja Loca''.
―Sí...
―Es uno de los locales que más nos gusta a los magos.
―¿Lo dices... en serio?
―Sí. ―sonrió.
―Parece de mala calidad.
-Eso es por fuera, pero por dentro hay buen ambiente, y sirven unas bebidas buenísimas. Luego te llevaré si tienes hambre. Primero vamos a lo prioritario.
―¿Eh?
―Varita, libros, uniforme, y demás menesteres.
―Oh, qué bien. Ya tengo ganas de ir al colegio. ―dije emocionada.
―Eh, no todo en el colegio va a ser estupendo. Los profesores son muy estrictos.
―No creo que lo sean más que mis tíos, ―comenté con una sonrisa de resignación. ―aunque no sé si “estrictos” es la palabra adecuada.
―No deberías tolerarles que te traten así. Voy a tener que hablar seriamente con Castelotte de esto.
―¡Oh, mira! ―exclamé señalando una tienda con aspecto artesanal. ―¿Podemos ir?
―Es Hocks, la tienda de varitas de segunda mano. Nosotros iremos a Languers, es la tienda de varitas nuevas. ―dijo y echó a andar.
―Oh, pero yo... Vale... ―lo seguí, resignada. Entramos en Languers. Una tienda bastante más lujosa. Había estanterías y estanterías llenas de varitas bien colocadas de pie. ―Ben... ¿Cómo voy a comprarme una varita? No tengo dinero...
―Los magos usamos dinero mágico.
―Pero yo no...
―Tus padres tenían mucho. Tu familia ha sido muy rica desde hace muchos siglos.
―¿Ah, sí?
―Diecisiete mil trillones de aristeiks te han dejado.
―¿Qué? ¿Qué son los aristeiks?
―Los aristeiks son la moneda mágica con más valor. Luego vienen los riquis. Y la moneda más pequeña son los poneds.
―Uff... Me va a costar acostumbrarme a eso.
―Verás que no. ―sonrió. ―¿Y esta gata te sigue a todas partes? ―preguntó mirando a la gata negra, que caminaba detrás de mí.
―Pues sí.
―Pues me resulta conocida.
―¿Ah, sí? ¿De qué?
―No lo sé. ―dijo, confuso. ―Buenas tardes, Languers. ―saludó jovialmente al vendedor cuando entramos en la tienda. Languers era un hombre con aspecto adinerado. Llevaba traje y corbata ―estilo funcionario― y el pelo negro engominado peinado hacia atrás, su bigote era recto y pequeño. Tenía la piel blanquecina y aparentaba unos cuarenta años.
Ben me dio un bolso de terciopelo rojo con rubíes incrustados.
―¿Eh?
―Oh, Ben, buenas tardes.
―Hola, señor. ―sonreí yo. ―Ben, ¿Qué es esto? ―murmuré.
―Venga, elige una varita. ―me susurró Ben.
―Oh.
―Se ha criado con sinmagia. ―le dijo al vendedor.
―Ah, entiendo.
―Humm... Señor Langues... Perdón, señor Languers... ―señalé unas cuantas varitas.
―Las he hecho yo mismo. ―dijo con orgullo. ―Madera de sauce, abedul y pino. ―dijo señalando con un dedo las varitas según me explicaba de qué eran.
―Ah, están hechas de eso. ―el vendedor bajó la cabeza y la movió de lado a lado, como si estuviera avergonzado. ―Ejem... Son muy bonitas...
―Pues venga, elige una, la que más te guste. ―me animó Ben con una sonrisa.
―Em...
―Vuelvo enseguida. Voy... a un sitio, ¿Vale? Ve decidiendo qué varita escoger, no te vayas. ―sonrió.
―Oh, vale.
―¿Aún no has decidido? ―preguntó Languers.
―No... Es que... No se ofenda pero son... Un poco...
―¿Exquisitas?
―Sí, eso. ―por favor, eran demasiado, había una que parecía de oro. ¿No se suponía que estaban hechas de madera? Algunas eran bonitas pero otras...
―Tienes tiempo para decidir.
―Yo... Voy a buscar a Ben...
―¿No dijo que lo esperaras aquí?
―Sí, pero... ¡Adiós! ―exclamé y me escabullí de la tienda. Caminé decidida hacia la tienda de varitas de segunda mano seguida de la gata. Vi un local que se llamaba Forges y Forgs, y en ella vendían túnicas y otra ropa de magos y brujas. A mi izquierda había un lugar que se llamaba ''La Poción Perfecta'', y aunque nadie me lo hubiera dicho, habría sabido que era una tienda para comprar ingredientes de pociones y todo lo relacionado con ellas.
Justo antes de llegar encontré un edificio que me fascinó; Se llamaba Mostread. Era una librería ―los libros me encantaban, llegaban a gustarme más que la televisión― y quería entrar, pero decidí esperar a reunirme con Ben de nuevo y volver cuando fuéramos a buscar mis libros de texto, así que di unos pasos más y llegué a Hocks.
―Hola, buenas tardes. ―sonreí al entrar.
―Buenas tardes, muchacha, soy Hocks, dueño de esta tienda.
Hocks era un hombre de aspecto descuidado. Su pelo era algo largo y lo tenía revuelto, ―dándole un aspecto de lunático― y parecía algo sucio. Llevaba unos pantalones un poco raídos y la camisa blanca por fuera. A simple vista daba un poco de miedo y parecía tener unos setenta años pero debía de ser un hombre que no tenía dinero ―¿Y la magia para qué era? Para arreglarse tan bien como Languers―, y probablemente tendría entre cincuenta y largos y sesenta y pocos años.
―Quería comprar una varita. ―le dije con calma.
―Oh, ya nadie viene a comprar a mi tienda, ahora todos quieren las carísimas varitas de Languers. ―dijo con pesar.
―Pues a mí no me gustan, son... demasiado. Estas son más artesanales, más sencillas. ―las varitas flotaban expuestas cada una en su lugar.
―Oh, sí, seguro. ―afirmó, animándose y saliendo de detrás del mostrador. ―Y mejores que las de Languers en la práctica, en mi modesta opinión. ¿Te gusta alguna en especial? La mayoría las he hecho yo, pero algunas han pertenecido a otros magos.
―Humm... ―me acerqué a una varita en especial. ―Esta varita me ha atraído notablemente.
―Oh, una de las ya usadas.
―¿Sí? ¿A quién perteneció?
―No lo sé, la verdad, he intentado averiguarlo pero no creo que lo consiga.
―¿Por qué?
―Porque esta varita, a juzgar por su tallado y su composición tiene como un siglo.
―¿En serio? Impresionante.
―Ya nadie fabrica varitas como esta. Madera de drago y sangre de dragón.
―¿Sangre... de dragón? ¿Cómo meten eso ahí dentro?
―Mediante magia. ―sonrió el vendedor ante mi ingenuidad. ―¿Sabes? Hay dos varitas más iguales a esta, son trillizas.
―¿Varitas... trillizas?
―Sí, construidas del mismo material. ―lo miré, enarcando una ceja. ―Oh, sé que piensas que estoy loco, igual que todos...
―¡No, no! ―me alarmé. ―No es eso... Es que... yo me he criado con sinmagia y todo esto es nuevo para mí... Por favor, no se ponga así, explíqueme mejor eso de las varitas trillizas, yo le creeré.
Me miró con desconfianza pero luego se emocionó un poco y comenzó la explicación.
―Bien, supón que hay un árbol en el bosque, sólo uno, un drago.
―Sí. ―asentí.
―Pues supón que lo talo, y con su madera hago tres varitas, tres varitas idénticas, con sangre de dragón además. Y luego la madera que sobra, la echo por ejemplo a la chimenea. Ya no queda más madera de ese árbol, pero esas tres varitas han salido de él.
―¡Oh, ya entiendo! ¿Y por qué no le creen?
―Porque como te dije, ya nadie hace varitas como estas. Además, las varitas que van unidas... Suelen traer malos presagios.
―¿Malos presagios? ¿Por qué?
Unos golpes en la puerta nos interrumpieron. Miré hacia allí, sobresaltada.
―¿Qué haces ahí? ―preguntó Ben moviendo la cabeza de lado a lado.
―Oh, ¡Hola, Ben! ¡Pasa! ―exclamó Hocks.
Ben entró en la tienda con una jaula en la mano, en su interior había una lechuza preciosa de color blanco perla.
―Hocks, viejo amigo. ―Ben me miró. ―¿No te dije que me esperaras allí? ―susurró.
―¿Por qué querías que comprara en Languers? Estas varitas son mejores. ―dije cruzándome de brazos. Hocks y Ben compartieron una mirada.
―Iba a traerte aquí luego. Sabía que te gustaban estas varitas.
―¿Seguro? ―pregunté enarcando una ceja.
―Claro. Aquí compré yo mi varita. ―sonrió.
―Ben, ¿Qué es eso? ―pregunté mirando la lechuza.
―Una lechuza.
―Ya lo sé. Pero no la traías antes, ¿De dónde la has sacado? ¿Es tuya?
―Oh, qué cabeza tengo. ―me tendió la jaula. ―Veintinueve de septiembre. Feliz cumpleaños.
―¿Qué? ¿Es para mí?
―Sí, es un macho, cuídalo bien, ¿Eh?
―Oh, muchas gracias, Ben. ―dije con voz suave y lo abracé.
―No hay de qué. ―dijo dándome palmaditas en la espalda.
―No hay nada mejor que una bonita lechuza como regalo de cumpleaños para una muchacha nueva en Neitrix. ―comentó el señor Hocks.
―Oh, ―me separé de Ben y fui hasta la varita que me había gustado tanto. ―yo... quiero comprar esta varita... ¿Puedo cogerla?
―Claro. ―sonrió el vendedor. Acerqué mis manos lentamente al objeto y la cogí, al hacerlo, la varita brilló intensamente.
―¡Guau! ―exclamé cuando el brillo cesó y la varita volvió a su estado natural. Me giré hacia los dos hombres, que me miraban de tal forma que parecía que se les iban a salir los ojos de las órbitas. ―¿Qué-qué pasa? ―pregunté asustada.
―Es que... bueno, pues que... ―titubeó el señor Hocks. ―No-no-no es normal que una varita haga eso... a menos que...
―¡Bueno! ―exclamó Ben interrumpiendo al vendedor. ―Venga, págale la varita que tenemos que irnos.
―¿Pero irnos a dónde?
―A comprar lo demás, venga, venga, venga.
―Vale, vale, ya voy. Ay, no sabía que te ponías así cada vez que tienes prisa. ―dije moviendo la cabeza de lado a lado mientras me dirigía al mostrador junto con Hocks. ―Espera, ¿Cómo le pago?
―En ese bolso tienes tu dinero.
―¡¿Todo?!
―Claro que no, el resto está en el banco mágico.
―Ah. ―me giré hacia el vendedor. ―¿Cuánto cobra por esta varita?
―Te la regalo.
―¿Qué? ¿Por qué?
―Por ser para ti. ―sonrió. Ladeé la cabeza.
―Pero yo...
―Llévatela, es tuya. Un obsequio de cumpleaños.
―Usted no me conoce...
―No importa, vamos, llévatela, no me harás ese feo, ¿Verdad? ―eso no podía hacerlo.
―Está... Está bien, muchas gracias. ―dije. Salí junto a Ben de la tienda. ―Espera, Ben. ―le dije.
―¿Qué pasa?
―Nadie va a su tienda, se va a arruinar. Tengo que pagarle la varita. ―dije abriendo el bolso. ―¿Pero qué...?
―Es un bolso sin fondo. ―aclaró y metí la mano hasta el hombro.
―Vaya... ¿De dónde lo has sacado?
―Me lo dio el profesor Castellote para ti.
―Oh, tendré que agradecérselo. ―acerté a coger algunas monedas.
―Qué generosa eres. ―dijo.
―¿Por qué?
―Vas a darle veinte aristeiks.
―¿Es mucho?
―Sí, bastante.
―Bueno, da igual. Me parece mejor creador de varitas que ese tal Languers.
―En eso tienes razón.
Me aseguré de que el vendedor no miraba cuando abrí un poco la puerta y dejé el puño de monedas dentro antes de volver a cerrar.
―Ya está. ―dije.
―Bien, vamos a buscar la ropa. ―anunció Ben y caminamos en dirección contraria a Hocks, pasando por delante de Languers.
―¿Por qué por ser yo?
―¿Qué?
―¿Por qué ha dicho que me regala la varita por ser yo?
―Será que le caes bien.
―Me acaba de conocer, y nadie va a comprar a su tienda, no está como para regalar las varitas. ¿Y por qué me has sacado de esa forma de la tienda?
―Por favor, no me hagas más preguntas, pregúntale a Castelotte cuando vayas al colegio. ―me suplicó.
―Oh, pero Ben, no te pongas así... ¿No somos amigos? ―el mago sonrió.
―Sí.
―¿Cómo sabías que hoy es mi cumpleaños?
―Yo te vi nacer.
―¿En serio?
―Tu madre era una maravillosa estudiante. La conocí desde que era una niña como tú.
―¿Cuántos años tienes?
―Cincuenta y tres.
―¿Es verdad que los magos y brujas viven cientos de años?
―Sí, es verdad.
―¿Y... por qué mi madre...? ―dije apenada. Entramos en una tienda llamada Dressclothed.
―Los magos podemos morir de viejos ―me explicó mientras íbamos a la sección de uniformes. ―, que puede ser después de siglos y siglos. La tasa actual de edad es de ochocientos cuarenta y un años.
―¿Quién ha vivido tanto? ―pregunté, perpleja.
―Zacarías Stacatti. El fundador de Neitrix. Llegó casi al milenio. ―sonrió y luego carraspeó. ―Bueno, lo que te decía. Algunos mueren de viejos, otros pueden morir en accidentes como tu madre, y otros... por enfermedades, o simplemente, de tristeza. Los magos somos como los sinmagia salvo en que nuestra senectud tarda más en llegar, tardamos más en envejecer.
―Entiendo... ―intenté cambiar de tema. ―¿Son estos? ―señalé una minifalda de color azulina a juego con un chaleco, un pulóver y una blusa de botones blanca que estaban colgados de una percha.
―Sí, y estas túnicas. ―señaló lo que había en la estantería de al lado. Cogí una y vi una “N” en mayúscula dentro de un escudo en forma de hexágono que se dividía en seis partes. En uno había un dibujo de una corona de oro con diamantes, en el siguiente cachito había un espejo con rubíes incrustados, en el otro había un abedul, en el otro trozo había un trébol de cuatro hojas precioso, el siguiente tenía una copa blanca, y en el último había una espada de plata con zafiros incrustados.
―¿Cómo hacen estos bordados? Tan pequeñitos, tan detallados...
―Ninfas, son las mejores tejedoras del mundo.
―Asombroso... ―murmuré fascinada. Tras probarme varias túnicas y uniformes, fuimos a pagar.
La falda del uniforme, por suerte me llegaba un poco por encima de las rodillas y la túnica llegaba hasta el suelo.
―Y ahora los libros, ¿Verdad? ―pregunté emocionada.
―Sí. Parece que tienes ganas de comprarlos.
―Es que me encanta leer y me gustaría comprar algunos libros de lectura para...
―No hay tiempo para eso.
―Vamos, Ben, por favor, ¿No somos amigos? ―le puse cara de cordero degollado.
―Ay, ¿Cómo haces eso? No me puedo resistir a esa carita.
―Me lo apuntaré por si me hace falta.-sonreí con picardía. Ben suspiró.
―Puedes comprar algunos libros pero no tardes, ―miró un papel, parecía una lista. ―todavía debemos ir a comprarte los ingredientes para las pociones, una alfombra voladora, la escoba...
―¿Alfombra voladora? ¡¿Escoba?! ―me alarmé. Lo miré con los ojos bien abiertos.
―Sí, ¿Qué pasa?-preguntó confuso.
―No-no quiero montar en escoba, no quiero volar, ¡No-voy-a volar!
―Cálmate, pequeña, ¿Por qué no quieres volar? Tendrás que hacerlo, te enseñarán a hacerlo en el colegio.
―¡Pero Ben, ¿Quieres que me dé un soponcio?! ¡Ni drogada me suben a mí en una de esas cosas!
―¡¿Pero por qué?! ―me preguntó poniéndose nervioso.
―¡Porque yo tengo vértigo!
―Oh... Eso puede ser un problema...
―Ah, sólo ''puede'' ser un problema.
―¿Qué te parece si te doy una vuelta antes de usarla tú sola?
―Eso no me convence demasiado...
―Te pueden suspender la asignatura.
―¿Es que no son comprensivos con los que tienen miedo a las alturas?
―Es que... bueno, tú eres un caso especial, como no te has criado con magos, no has cogido una escoba voladora en tu vida. Igualmente las compraremos.
―Vale, pero no me voy a subir.

El Legado Continúa - Prólogo

PRÓLOGO
Estaba sentada en la repisa de la ventana. Miraba a través de ella las muchas casas y mansiones que había en aquella región de la ciudad. Odiaba vivir en Inglaterra, y más todavía, en aquella casa.
Me habían adoptado cuando tenía un año y al parecer lo habían hecho para tener una criada. Yo lavaba la ropa, hacía la comida la mayoría de las veces y fregaba la loza, mientras que su hijo no hacía nada, y ellos no me daban ni una pizca de cariño, al contrario, me trataban como si fuera un trapo viejo. Casi siempre me dejaban encerrada en el desván.
Lo único que me quedaba de mi familia era mi nombre y apellido, y una cadenita colgada al cuello que nunca me quitaba, de ella colgaba un pequeño corazón. Era muy importante para mí, alguien me la tenía que haber dado. ¿Mi padre, mi madre, los dos?
Desde hacía unos dos meses, venía de vez en cuando una gata negra que parecía tener muchos años y yo le daba de comer. No le puse nombre.
La casa estaba en la calle Raven.
Tenía un amplio jardín, con vallas blancas que lo rodeaban y un caminito que iba desde la puerta de la valla hasta la puerta de la casa. Había setos desperdigados por todo el jardín, y algunas flores cultivadas por mi tutora. Hasta las flores recibían mejores cuidados que yo.
Las paredes de la casa estaban pintadas de un rosa pastel, al menos por fuera.
En el primer piso había un largo pasillo, y en las paredes, tres puertas a parte de unas escaleras que iban hacia el piso de arriba. La primera puerta, a la izquierda de las escaleras, se dirigía al salón. La segunda, frente a la puerta de la entrada, iba a la cocina. Y la tercera, en la pared que hacía esquina con la de la puerta de la cocina, debajo de las escaleras, llevaba al comedor.
Las paredes tenían tapices de flores.
―Oye tú, niña, ve a comprar. ―me ordenó Clarence, mi tutora legal. Una mujer cuarentona, de pelo negro azabache, piel blanca y ojos pardos, muy flacucha. Daba asco.
―Toma el dinero, y no te lo gastes en tus cosas. ―dijo el gordo que tenía por esposo, que estaba sentado en un sillón del salón. Tenía la piel algo colorada y cuando se enfadaba se ponía rojo, tenía los ojos marrones y el pelo castaño claro, casi rubio, haciendo juego con su bigote, y aparentaba un poco más de la edad que su mujer; Él también daba asco, hacían buena pareja.
―Yo nunca he hecho eso. ―dije ceñuda y le quité de mala forma el dinero de la mano. Caminé por el pasillo hacia la puerta.
―¡Y no tardes! ―más valía que no contara con ello. Decidí llevarme mi cuaderno de dibujos. Yo no era mala pero a veces me gustaba incordiar a mis tutores por lo mal que me lo hacían pasar, y no temía las consecuencias ya que sus castigos eran algo normal en mi vida.
En la salida me encontré con la gata. Era una gata negra y bastante peluda, ella era mi única amiga. Sus ojos parecían albergar años de sabiduría y de haber visto muchas, muchas cosas.
―¿Vienes conmigo? ―le pregunté. La gata maulló y caminó a mi lado. Hacía algo de frío en la calle, lo que anunciaba que se acercaba el otoño.
Leí los letreros de las calles según íbamos pasándolas.
―Calle Burlington, calle Demisong, calle Brooklin... Vaya, qué calle más pequeña,
¿No? ―comenté.
Era una calle bastante extraña. En realidad era igual que las demás; con sus enormes casas de aspecto ancestral. Estaban apiladas, como si pertenecieran a un mismo grupo de personas.
Las casas, de un color diferente cada una, recorrían la enorme calle y se perdían de la vista.
Aunque fuera algo tétrica, me parecía digna de dibujar. Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y comencé a trazar las casas.
―¿Tú también quieres salir en mi dibujo? ―le pregunté con una sonrisa a la gata, que se había puesto delante de mí. Ella maulló. ―Pero si ya te he hecho uno, mira. ―cogí uno de mis dibujos y se lo enseñé. Ella salía en él, era un dibujo sólo para ella que había hecho la tarde anterior en mi cuarto-desván. El animal maulló como si estuviera contenta y me acarició la pierna con la cabeza. Le acaricié el pelaje con una sonrisa y seguí dibujando.
Algo hizo que apartara mi atención de mi cuaderno. Miré al cielo, de donde procedía un estruendoso ruido. Asustada, me levanté y dejé mi libreta sin darme cuenta.
―¡Corre! ―le grité a la gata. Corrí huyendo del rayo que se dirigía hacia mí. Aquella extraña cosa me pergiguió por las calles, pero al llegar a mi casa, justo antes de entrar, me alcanzó. El ambiente olía a chamuscado. Mi ''familia'' salió al jardín.
―¡¿Qué te ha pasado?! ―exclamó Clarence.
―Yo... Me perseguía... ―me callé. Si les decía que un rayo me había perseguido no me iban a creer. ―No me ha pasado nada... Sólo me he caído...
― ¡Pero si tienes la ropa quemada! ¡¿Y dónde está la compra?! ―gritó Arnold poniéndose rojo, síntoma de que se estaba encolerizando. ―¡Sube arriba, estás castigada!
―Menuda novedad. ―murmuré. Cuando fui a entrar vi algo que me enfureció.
―¡Fuera, animal! ―gritó Arnold intentando patear a la gata.
―¡Déjala en paz! ―chillé. A aquella gata no la iba a tocar, era mi mejor amiga y no permitiría que nadie le hiciera daño.
―¡Sube a tu cuarto! ―lo agarré por un brazo cuando intentó volver a patear a la gata.
¡Estúpida mocosa! ―oí en mi mente. Pero aquello no lo había pensado yo. Parecía la voz de Arnold. La gata salió corriendo. Entonces mi tutor se separó de mí y me miró con miedo.
―¡¿Pero qué...?! ¡Ahora verás! ―gritó y tiró de mi oreja.
―¡Ay, suéltame, suéltame! ―grité. Me llevó al desván y me dejó encerrada allí. Corrí hacia la puerta y la aporreé. Pero como volvía a estar encerrada, me dejé caer en un rincón.
Comencé a llorar, confusa, hasta que me quedé dormida.
Pasaron dos días y no me habían dejado salir de allí. Tampoco nadie había entrado, salvo William, que había ido contra su voluntad a darme de comer.
No paraba de llover, había una tormenta horrible, y el sol no salía por ningún lado ni un sólo momento a pesar de que estábamos en verano, al igual que me pasaba a mí.
Al cuarto día comencé a oír voces en mi cabeza. Pero eran voces que apenas entendía.
Mocosa insolente, menuda rara fuimos a adoptar, ¿Cómo pudo darme aquel calambre? ―parecía la voz de Arnold. Pero no la oía con los oídos sino con la mente.
Mmm... Qué rico está este pastel. ―no hacía falta reconocer la voz para saber quién estaba... ¿Pensando aquello? Aquel era William. Era igual que su padre; Gordo, de pelo castaño tirando a rubio, pero los ojos eran pardos como los del palillo que tenía por madre. Era incluso más delgada que yo, que ya era difícil.
Oía voces... ¿Pero es que me estaba volviendo loca?
Al quinto día, subió William otra vez.
―¿Qué? ¿Te gusta vivir aquí? ―se burló. ―La verdad es que te pega.
―Déjame, ¿Quieres? ―dije desde mi rincón sin mirarlo.
―Mírate, estás como una cabra. Seguro que tus padres estaban tan chiflados como tú y prendieron fuego a tu casa.
―Tú no sabes nada de mis padres.
―Y tú tampoco. ―las lágrimas volvieron a correr por mis mejillas y apreté los puños de rabia. ―Eres una rata. Seguro que ni tus padres te querían. Seguro que huyeron para no tener que aguantarte. ―me levanté del suelo y lo señalé con un dedo.
―¡¿Cómo te atreves a decirme eso?!
―Seguro que ellos no aguantaban lo chiflada que estás.
―¡Ni siquiera tenía conocimiento entonces!-mi mano brilló, mientras los rayos de la tormenta tronaban con furia en el cielo. Entonces, de mi mano salió un resplandor amarillo que voló hasta William y lo golpeó, haciéndole caer al suelo.
Me miré las manos, asustada. Brillaban, ambas lo hacían.
―¡¿Pero qué...?! ¡Eres un monstruo! ―chilló William con voz de pito y se fue corriendo. Me habría reído de él si no hubiera estado asustada.
―Yo... ¿Qué me está pasando...? ―murmuré atemorizada. ¿En qué me estaba convirtiendo?
Lloré de nuevo mientras comenzaba a llover otra vez. Me quedé dormida y no desperté hasta la mañana siguiente, que amaneció soleada.
No me moví de mi rincón, pero entonces oí unos ruidos que provenían de la ventana y me asusté.
Me acerqué con cautela para encontrarme con una hermosa paloma blanca que llevaba una carta anudada a una pata.
―¿Una paloma mensajera? ―murmuré. Cogí la carta y le sonreí al animal. ―Muchas gracias.
Me senté en la cama, abrí el sobre y lo leí:
Estimada señorita N. L. Hernández Jones Newton, la esperamos en el colegio Neitrix este nuevo curso para aprender todo lo necesario en lo que a magia se refiere. Espero que pase un curso agradable, con mis mejores saludos:
Edward Castelotte
―¿Pero qué...? ¿Cómo que magia? ―me estaba mosqueando aquello. ―Pero esta carta... es para mí. Incluso trae la gran cantidad de apellidos que tengo. ―pensé en voz alta. Entonces oí un ruido proveniente de la chimenea. Miré hacia allí y pegué un grito al ver a un hombre. Medía casi dos metros, tenía una barba enmarañada de color negro y el pelo más largo que yo, y sus ojos eran marrones, igual que los míos. ―¿Quién es us-usted?
―Benjamin Johnson, guardabosques y conserje de Neitrix. He venido a buscarte ya que tendrías problemas para venir tú sola. ―su voz era ruda pero tenía un tono infantil que se me antojaba agradable. ―Ah, por cierto, ―sacó algo de su chaqueta. ―creo que esto te pertenece.
―¡Mi cuaderno de dibujos! ¡Muchas gracias! ―exclamé tomándolo. ―Pero espere... Magia... ¿Qué me está pasando? Hace unos días algo...
―Algo te alcanzó, ¿Verdad?, ¿Qué fue?
―Un rayo...
―Oh, entonces... Poderes hereditarios. Bueno, hereditarios lejanos. ―murmuró.
―¿Qué está diciendo? ―pregunté de forma algo brusca.
―¿No recuerdas lo que pasó?
―¿Lo que pasó cuándo?
―Antes de que llegaras aquí.
―Pues no, claro que no lo recuerdo. Sólo tenía un año.
―Cierto, cierto.
―Lo único que conservo de mi familia es esto. ―dije mirando mi colgante en forma de corazón.
―Oh, sí, tu familia. Una estirpe estupenda. Si te calmas, te contaré lo que sé.
―¿De veras? ¿Y va a sacarme de aquí?
―Sí, te llevaré al colegio de magia para que aprendas.
―Todo esto es muy raro. ―murmuré.
―Lo sé. ―hizo una pausa y luego siguió hablando. ―Verás, tu padre no era mago, pero tu madre sí era una bruja. Se llamaban Diana Newton y Robert Jones. Lo que ocurrió en tu casa fue que tu padre creó un incendio por accidente mientras tu madre no estaba.
Entonces llegó ella, te sacó de allí y luego entró a salvar a tu padre pero la casa explotó... con ellos dentro...
―¿Y usted cómo sabe todo eso?
―Investigaciones.
―¿Por qué no me llevaron con ustedes, los magos?
―Porque no estabas. En realidad, pensábamos que estabas muerta igual que tus padres, hasta hace unos días. Detectamos cuando te cayó el rayo.
―¿Sí?
―Bueno, en realidad ese rayo no fue el que te dio los poderes, es como una manifestación psicológica.
―¿Cómo va a sacarme de aquí?
―Por favor tutéame, llámame Ben.
―Vale Ben. ―sonreí.
Entonces se oyó cómo alguien intentaba abrir la puerta.
―¡Escóndete! ―exclamé. Ben desapareció.
―¿Ya estabas hablando sola otra vez? ―no le contesté. ―Anda, baja niña, que hay que preparar el almuerzo. ¡Ya! ―Clarence se fue dejando la puerta abierta. Niña, siempre me decían ''niña'', o ''criaja'', o ''muchacha'' si estaban de buenas. Pero nunca me llamaban por mi nombre. Era extraño que no se me olvidara cómo me llamaba ya que no recordaba haber oído pronunciar mi nombre a nadie de mi ''familia''. Sólo cuando era pequeña, así supe cómo me llamaba.
Miré a todos lados, confusa por la desaparición de Ben, y me levanté de la cama dando trompicones.

Suerte que había descubierto todos mis poderes y los podía usar para ayudarme un poco en las labores de la casa. Bueno, algunos me servían, pero otros... : telequinesis, lanzar bolas de fuego-había quemado una cortina de mi cuarto sin querer-, poseía telepatía y rayos X, y podía controlar el tiempo meteorológico; Por eso se había desatado aquella tormenta durante mis últimos días encerrada, reflejaba mi estado de ánimo. Pero ahora ya los controlaba mejor y a pesar de que estaba triste, hacía sol.
―Niña, ven aquí. ―me ordenó Clarence.
Con un suspiro bajé del desván.
―¿Qué?
―Lleva esto al comedor. ―cogí los platos y fui hasta el comedor, pero me tropecé con la alfombra y me caí al suelo, tirándolo todo.
―¡Pero serás torpe! ―gritó Arnold agarrándome por el cuello de la camiseta y levantándome del suelo.
―¡Ay, suéltame, si quieres te la puedes preparar tú, porque yo no soy tu criada! ―me dio un bofetón y me llevé la mano al cachete.
Un trueno se oyó. Y comenzó otra tormenta.
―Oh, por favor, otra tormenta repentina. ―dijo Clarence viniendo desde la cocina.-
¿Qué ha pasado aquí?
―¡Esta niñata insolente ha tirado todo al suelo! ―otro de sus apodos: ''Niñata insolente''.
―¡¿Qué?! ―exclamó Clarence con su tono alarmado de lo más cursi, estilo películas románticas de los cincuenta.-¡Ahora te vas a ir a la cocina a preparar la cena!-con un suspiro me dirigí a la cocina. En teoría podía decirse que Clarence me ''quería'' más que Arnold, pero se preocupaba mucho por su hijito William, y lo trataba como si fuera un bebé: Billy esto; Billy lo otro; Billy, cariño mío...
Esa mujer era más cursi que las protagonistas de las películas.
Cerré la puerta para que nadie me viera y comencé a preparar la comida. Corté los ingredientes con mi telequinesis, y así practicaba.
Luego me quité las gafas y calenté la comida con mis rayos X. Temía no poder parar los rayos y quemar la cocina. Pero al cerrar los ojos con fuerza, los rayos pararon.
Llevé la cena al comedor y los llamé a comer, porque estaban viendo la televisión en el salón.
―¿Pero qué es esta porquería? ―casi gritó Arnold.
―Es... la cena... ―murmuré intimidada. William comía como un cerdo.
―Billy, hijo mío, no comas tan deprisa o enfermarás. ―dijo Clarence. Arnold golpeó la mesa con el puño. ―Arnold, querido, no hagas eso, por favor.
―¡Esto es una bazofia!
―Pero si es... tu comida favorita...
―¡Eres una pésima cocinera!
―Pues entonces debería hacer la cena ella, ―miré a Clarence.― o Billy. ―se levantó de la mesa dando otro puñetazo.
―¡Ay, ay! ―chillé cuando me levantó de la silla por una oreja. ―¡Suéltame!
―Querido, ya basta, hará la cena de nuevo.
―¡De eso nada! ―exclamé. De repente, mis rayos X salieron de mis ojos, desintegrando mis gafas y quemando una silla. Arnold me soltó, perplejo. Y Clarence chilló y se abrazó a su hijo, que seguía comiendo como un poseso. ―¡Lo siento, lo siento, ha sido sin querer! ―me disculpé quitándome las gafas.
―No me lo puedo creer... ―dijo Clarence, temblorosa. ―¿Có-cómo has hecho eso?
―El otro día... un rayo...
―¡Así que eres una bruja! ―exclamó Clarence.
―¿Eh?
―¡Encontré esto en tu cuarto!-alzó su mano derecha, en la que llevaba mi carta de Neitrix. ―No vas a ir a ese colegio de magia.
¿Cómo hablaba con tanta ''calma'' de la magia?
―¿Vosotros sois...?
―No, por suerte no, ―dijo Arnold conteniendo la ira.-pero conocíamos a tus padres.
―Tu padre era mi hermano. ―la miré con los ojos desorbitados. ―Pero tuvo que casarse con esa bruja. ―dijo con desprecio.―Tu padre me hizo prometerle que si les pasaba algo, yo cuidaría de ti.
―Fuimos a visitarlos aquel día en que ocurrió el incendio, y cuando llegamos, estabas tú tumbada en el suelo, inconsciente.
―¡Mira que cargarnos a la bastarda que tuvo con ese engendro!
―¡Mi madre no era ningún engendro! ―grité furiosa, casi con lágrimas en los ojos. Unos rayos rojos salieron de mis ojos y casi le acertaron a mi... ¿Tía?
―¡¿Te has vuelto loca?! ―gritó. Esa vez no me disculpé.
―¡Ha sido culpa tuya, si no me hubieras provocado!
―¡¿Pero cómo tienes esos poderes? Jamás vi a Diana haciendo algo semejante! ―gritó Arnold, rojo como un tomate.
―¡No lo sé! ―chillé. Arnold me agarró por un brazo y me arrastró por el pasillo, sabía que iba a encerrarme de nuevo en el desván. ―¡Suéltame! ―pero entonces, la puerta de la entrada se vino abajo y tras ella vi una figura a la cual le sobresalía la cabeza por encima de la puerta. ―¡Ben!-exclamé. Aproveché que Arnold se había quedado asombrado y había bajado la guardia, y corrí hacia el mago. Lo abracé. ―No sabes cuánto me alegro de verte. ―dije mientras las lágrimas caían por mis mejillas. Me acarició la espalda.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó con preocupación.
―Creí que no ibas a volver. ―sollocé.
―Prometí que te llevaría al colegio, ¿No?
―¡Eh, oiga, ¿Quién demonios es usted? ¿Y cómo se atreve a derribar la puerta de mi casa?!
―¿Y qué está diciendo de llevarse a la chiquilla al colegio? ―intervino Clarence con su tono cursi. ―Ella ya va a un colegio público.
―Debe ir a Neitrix a aprender a usar hechizos como meiga que es. ―dijo Ben.
―¡Mire! ―comenzó Arnold. ―¡No voy a consentir que...!
―¿Que no va a consentir qué? ¿Todavía se atreve a decir eso después del numerito que le acaba de montar a la niña? ¿Después de tratarla durante diez años como la han tratado ustedes? ―lo interrumpió Ben con voz calmosa pero intimidante. Arnold no sabía qué decir, y Clarence menos. Se produjo un silencio incómodo. Tuvo que venir Billy.
―Papá, ¿Por qué no dejas que se vaya? Así nos libraremos de ella durante todo el curso. ―dijo con la boca llena de comida. Hice un mohín, asqueada. Aunque su comentario no me molestó en absoluto, si me libraba yo también de ellos, mejor.
―Bueno, considerando que puedas aprender a usar tu magia debidamente, ―dijo Arnold intentando parecer ''el padre bueno''. ―creo que Clarence estará de acuerdo conmigo en que debes ir a esa escuela.
―¿De verdad? ―pregunté.
―Sí. ―dijo ella solamente. Corrí hacia ellos y los abracé con fuerza. ―¡Gracias, gracias! ―Clarence soltó un alarido de descontento y Arnold emitió un gruñido. ―Oh. ―me alejé de ellos y abracé de nuevo a Ben, más feliz que nunca.